Nostalgia de abrazos de verdad

Estos días de excepcionalidad y confinamiento hogareño se habla mucho en la comunidad digital de los abrazos y de la punzada de nostalgia y aflicción que supone no poder darlos.
     El mundo pantallizado es el que ahora nos permite al menos contacto ocular, ver a los otros tras el cristal luminoso, pero la digitalización no nos permite tocarnos. El ocularcentrismo de las redes parece que cuestiona que seamos de carne y hueso.






El abrazo es una poderosa forma de transmitir información afectiva, de solidificar ese cariño que mendigamos las personas para sentirnos personas. Resulta llamativo cómo el abrazo se siente cómodo tanto en los estallidos de alegría como en los de tristeza.
     Puede servir para expresar la dicha que supone que contigo me inauguro a cada instante, para ratificar que en tus ojos se suicidan los míos, para demostrar que tu existencia es importante para mí, para proclamar que no me desentiendo de ti, para celebrar que de repente la vida se muestra favorable a nuestros intereses, para ensalzar el encuentro, para mostrar aprecio, agradecimiento, estimación.


Pero el abrazo también sirve para cometidos escoltados por sentimientos que exudan tristeza. Sirve para cauterizar las heridas que delatan nuestra fragilidad, para acompañar en la pesadumbre y el desmoronamiento, para los momentos de aflicción en que anticipamos que cualquier palabra por muy acendrada que sea no merece rasgar el silencio que solicita la ocasión, para sellar una despedida, para enjugar las lágrimas.


Su verdadero significado patrimonial no reside solo en darlo y en recibirlo, sino sobre todo en elegir a quién se lo damos y de quién lo recibiremos.

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